Sin pereza no hay poetas

La lectura de El alma de las colinas, primera novela de Derian Passaglia, me reactivó el deseo de volver a leer a Juan L. Ortiz, conocido por su apodo Juanele. Dos muchachos y una chica se lanzan a la búsqueda del viejo sabio retirado en el paisaje de montes acuáticos del Paraná. La visita mítica de poetas principiantes al maestro se convierte en un viaje de aventuras cuando descubren que una alianza de norteamericanos y franceses conspira para robar el talento de Ortiz y provocarle una rara enfermedad, utilizando a su supuesto amigo Juanjo (Juan José Saer), un robot programado para hablar y escribir en forma automática en largas frases interrumpidas por muchas comas y muchos verbos para hacer durar la atención y así distraer a los lectores de modo que estos no se den cuenta de que su literatura se perfecciona cada vez más a costa de la poesía de Juanele. Llevan a este en viaje en bote hacia el confín de las islas, en busca del jacarandá eterno que podría curarlo y salvarlo. Los movilizan las palabras del poeta que cantaba:

“Deja las letras y deja la ciudad…

Vamos a buscar, amigo, a la virgen del aire…

Yo sé que nos espera tras de aquellas colinas”

De hecho, Juan Laurentino Ortiz fue un caso atípico en la literatura argentina, un poeta que prefirió el retiro en sus paisajes de provincia antes que la vida mundana de los escritores que publican todo el tiempo, como si hubiese elegido una vida taoísta en su inmersión y fusión contemplativa en la naturaleza. Nacido en 1896 en un pequeño pueblo de Entre Ríos, parece haber sentido siempre una necesidad de regreso a entornos que le recordaran su infancia. Luego de terminar el secundario se trasladó a Buenos Aires para cursar la carrera de filosofía, pero no duró más que dos o tres años en esta ciudad, y volvió a su provincia, casi sin salir al exterior. Un único viaje a China en los años 50 le reafirmó su compromiso con los pueblos primitivos anteriores a la división del trabajo que habrían vivido en estado de comunión con la naturaleza, y su fascinación con una ética de “inactividad activa” frente a las demandas productivistas de la cultura occidental. La mayor parte de su obra la publicó cuando ya estaba jubilado de su empleo en el Registro Civil de Paraná.

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Ginsberg en viaje de ida

Resulta difícil imaginar que desencarnó -pese a su conversión al budismo- o que reencarnó -¿en quién o en qué?- porque cuando uno piensa en Allen Ginsberg piensa en cuerpo, piel, pura presencia de la carne, puesta en escena en vivo y en desnudo en recitales de poesía, en imágenes fotográficas que dieron la vuelta al mundo… La primera vez que leí «Aullido» también pude ver su imagen desnuda, todo un San Beatnik calvo de barba oscura, profético, transgresor, en la foto que ilustraba un artículo firmado por T.K. (Tamara Kamenszain) en la revista 2001, junio de 1973. Un año después pude verlo en persona en un recital de poesía en San Francisco junto a jóvenes Gregory Corso y Diane Di Prima, entre otros que no recuerdo, vestido con una larga túnica de colores. Ginsberg cantó sus propios poemas con una voz terrible, muchas veces fuera de tono, mientras tocaba lo que me pareció un organito y que quizá fuese su armonio, ese viejo instrumento que solía llevar a sus recitales, como si fuese un clown que se las arregla para no tomarse en serio a sí mismo hasta un punto tal en el que no hay más remedio que tomárselo en serio. Debo agregar que en ese tiempo mi conocimiento del inglés era tan pobre que apenas si podía distinguir alguna que otra palabra suelta de cada poema. Pero no importa: allí estaba en presencia del mito y con eso me bastaba.

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El 24 de marzo de 1976 ella descubrió que estaba embarazada

Un big bang paradojal: en su vientre crecía la vida al mismo tiempo que alrededor crecía la muerte, escribió años más tarde. Ese día no sabía qué hacer, su hijo nacería en un mundo literalmente de terror. Ni ella ni su compañero tenían indicios ciertos de que los estuvieran buscando, pero muchos periodistas estaban siendo asesinados o secuestrados. Ella trabajaba en la editorial Abril, en un suplemento especial de la revista Claudia Belleza. Y le resultaba inconcebible parir a su primer hijo lejos de su obstetra, en algún país extranjero. De modo que se quedaron todo aquel año en una Buenos Aires atravesada por las balas y los aullidos de las sirenas policiales, encerrados cada fin de semana cuando sus trabajos no los obligaban a salir, jugando obsesivamente un campeonato de TEG, el juego de mesa de moda en la época, hasta que nació ese hijo en diciembre del 76. Un mes más tarde, ella supo que era hora de partir. Su destino fue México, país al que llegarían entre ocho mil y diez mil argentinos y en el que “uno podía salir a la calle sin documentos”, según se sorprendería Carlos Ulanovsky, uno de los argenmex más célebres, cuyo libro Seamos felices mientras estamos aquí retrata ese exilio que en buena medida se instaló en Villa Olímpica, barrio del México DF construido para atletas y que luego fue hogar de exiliados del Cono Sur en los años ‘70. 

–La nota, publicada en el DiarioAR el 22 de marzo de 2024 bajo el título «La amistad es un magnetismo de las almas», se lee completa por aquí.

Contra el mascotismo

Me dijeron no te metas con esto, hay gente que te va a saltar a la yugular como una fiera. La autocensura funciona: el género diatriba en este caso iba a ser dirigido “contra las mascotas” pero ese título sería impropio o precisaría una extensa aclaración que superaría los límites de esta columna. Porque no tengo nada contra los llamados animales de compañía, esos seres maravillosos de otras especies de los que podemos aprender muchísimo, incluida la capacidad de amar y cuidar. Lo cuestionable es el mascotismo, la práctica de retener animales silvestres en un domicilio particular y que como concepto aquí voy a extender a todos los animales, incluso los que atravesaron procesos de domesticación por milenios. 

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Un libro sobre libros

Eduardo Irujo comenta Según en Papel en blanco. Dice: «Ordenar una biblioteca. Abrir cajas de libros en la enésima, pero posiblemente la última, mudanza. Osvaldo Baigorria (Buenos Aires, 1948) consigue introducirnos en su universo lector tomando una decisión radical. Según ordena sus libros por orden alfabético, sus dedos, sus ojos, se demoran en marcas y subrayados de los libros. Emprende una aventura borgeana, hablar de autores y autoras a través de un libro, una cita, un recuerdo. Así se construye Según. Una autobibliografía, publicado por la excelsa Caja Negra en 2023. Del autor ya habíamos leído hace unos años la memorable Sobre Sánchez (Varasek, 2017; Mansalva, 2012 y 2018), una biografía atípica de un vagabundo literario.

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Postales de otra desmesura

Tengo en mi mesa de luz tres libros que parecen escritos con absoluta libertad formal y expresiva, en una actitud realmente libertaria que se encuentra a años luz de quienes hoy balbucean la palabra libertad sin saber de qué se trata: Ningún lugar adónde ir, Cuadernos de los Sesenta y Destellos de belleza, de Jonas Mekas, de cuya muerte se cumplieron cuatro años el pasado 23 de enero. Mekas fue desde su infancia y adolescencia un prolífico diarista, reportero y cronista antes de volverse el documentalista experimental dedicado a registrar en sus películas-diario todo lo que ocurría a su alrededor. Confieso que sus textos me resultan más fascinantes que algunos de esos documentales que pueden requerir horas o días de labor para verlos, no digamos hasta el final porque a veces con un fragmento es suficiente, sino incluso en parte. Hay en ellos una defensa sin atenuantes del arte aficionado, no-profesional y espontáneo: “El diario en el arte es el formato más personal y democrático” escribía Mekas. “Quien elige llevar un diario en el mundo del arte es alguien abierto a todas las posibilidades, que no descarta nada, porque todo eventualmente encuentra su uso”.

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Balotash

La revista Segunda Época le pidió a un grupo de personas que escribieran en forma de diario sus testimonios sobre los días que corrieron entre las PASO, las elecciones generales y el ballottage o balotaje 2023. Me tocó escribir sobre esta etapa final, del 15 al 20 de noviembre:

Miércoles 15

A cuatro días de llegar al borde del precipicio. Ese de las elecciones que parecen definir si se acaba o no el mundo, es decir, esta parte del mundo, este país. Es decir: este país tal como lo conocemos.

Hay señales del abismo por todas partes. Me entero por twitter que al presidente de la Juventud de la Unión Cívica Radical lo amenazan fantasmas del pasado con mensajes tipo “te mereces un fierro en la cabeza”, o “una bala te hace falta, bastardo” o también “quedate tranqui que el Falcon arranca por Almagro la semana que viene”. Parecen mensajes de ultratumba, de esas ultras que invitan a un viaje en el túnel del tiempo hacia fines de los 70.

Son días de peligro. Justo escucho una canción de Adriana Calcanhotto que me devuelve la esperanza. En realidad, es del compositor brasileño Assis Valente. Se puede traducir así:

“Anunciaron y garantizaron que el mundo se iba a acabar/ a causa de eso mi gente allá en la casa comenzó a rezar/ hasta dijeron que el sol iba a nacer antes de madrugada/ a causa de eso allá en el morro esta noche no hubo batucada/ yo creí en ese palabrerío suave/ pensé que el mundo se iba a acabar/ y fui tratando de despedirme/ y sin demora traté de aprovechar/ besé la boca de quien no debía/ agarré una mano que no conocía/ bailé un samba en traje de maillot/ y al fin el mundo no se acabó”.

Ojalá.

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Un Aleph personal

«Definir a Osvaldo Baigorria (Buenos Aires, 1948) es, de algún modo, ir en contra de su propia obra» escribe Mercedes Halfon para la revista Coolt. Sigue: «Es cierto que en las últimas décadas parece haberse instalado con comodidad en la literatura: entre ensayo, narrativa y poesía, lleva publicados 15 libros; y el año pasado dio el discurso inaugural del FILBA. Baigorria es, a esta altura, uno de los grandes escritores argentinos, pero el título parece quedarle no del todo cómodo, porque su recorrido vital ha sido más amplio y diverso e incluye muchos otros oficios: fue artesano en cuero y en metal, trabajador golondrina en diversas plantaciones, miembro fundador de una comunidad rural en los bosques de las Montañas Rocosas donde vivió por ocho años, bombero forestal, repartidor de diarios, cuidador de personas parapléjicas, profesor de inglés o español, según correspondiera; además de algunos trabajos más tradicionalmente vinculados a la escritura, como el periodismo o la docencia universitaria. Y Baigorria fue, sobre todo, un nómade que vivió gran parte de su juventud fuera de Argentina, trazando diversas rutas que, como líneas de colores furiosos, rayan la superficie terrestre: entre 1974 y 1993 vivió en Perú, Costa Rica, México, Estados Unidos, Canadá, España e Italia. En su retorno definitivo al país, se instaló en el Delta del Tigre, un paisaje bello y pantanoso, desde el que iba y venía a la gran ciudad. Y donde, imaginamos, empezó a escribir con más frecuencia.

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Happy Fucking New Year

Pocas cosas son más detestables que la obligación al festejo cuando se siente que no hay nada para festejar. Una fiesta obligatoria no es una fiesta. Quizá lo era en la antigüedad, cuando las festividades eran el tiempo-espacio en el que además de observarse los rituales religiosos se permitían transgresiones a las actividades habituales para la supervivencia. El crítico Roger Caillois, que vivió en la casa de Victoria Ocampo a partir de 1939, publicó ese año su ensayo El hombre y lo sagrado en el que postulaba que la humanidad siempre repartió su vida entre lo profano y lo sagrado: el primero sería el horario común, ordinario, de la labor diaria y del respeto a las normas; el segundo, la hora del derroche.

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