La última entrevista a Héctor Libertella

El 21 de setiembre de 2006, en el Instituto Lanari donde estaba internado por un cáncer de pulmón, Libertella dio su última entrevista a un investigador entusiasta, Ariel Idez, quien estaba trabajando en su tesis de grado sobre la revista Literal. De ese instante proviene esta semblanza extractada del libro El efecto Libertella, que se completa con fragmentos de la nota reciente de Sergio Núñez en Perfil Cultura:

De «Crónica del instante» por Ariel Idez

Digamos que una de las máximas satisfacciones que me deparó mi investigación sobre Literal fue la dicha de conocer en persona a Libertella. La primera vez que lo vi fue, como no podía ser de otra manera, en el Varela-Varelita; ese bar-que a pique en el que Héctor tomaba su ron como el último de los marineros de aquel barco a la deriva que atesora en sus entrañas (bodega, sentina, galeras), toda la Librería Argentina.  Como los mejores encuentros, éste tampoco fue premeditado: esa noche de octubre de 2005 acudí al bar para encontarme con Ricardo Strafacce, a quien había contactado en su carácter de biógrafo de Osvaldo Lamborghini y de quien esperaba obtener un jugoso testimonio para mi tesis. De modo que en cuanto llegué al Varela, muñido con mi viejo grabador y mi cuaderno de notas y me encontré a Libertella departiendo animadamente con Straface, sentados ambos a una mesa que mucho después conocería con el nombre de “la presidencial”, casi me caigo de espaldas. —“Él es Héctor, ¿Lo conocés?”, dijo Strafacce después de estrecharme la mano. —“Sí, claro”, repuse ¡¿Cómo no lo iba a conocer?! Para ese entonces yo había recorrido varias veces su Paseo internacional del perverso, que encontré de casualidad en una vieja revista Crisis, había leído con devoción cristiana sus Sagradas escrituras y por ese entonces me planteaba el desafío de escribir algo que no estuviera dicho en esas brillantes 4 carillas que anteceden la antología de Literal.

Lo primero que me llamó la atención de Héctor fueron sus ojos: enormes y abiertos como los del neonato que se asoma sorprendido a descubrir el mundo que lo rodea, las pupilas redondas y grandes y la barba abundante y teñida, como las puntas de los dedos, por la nicotina. Recuerdo que a él a su vez, le sorprendió que un estudiante de Ciencias de la Comunicación emprendiera el estudio de una revista que, justamente, promovía atentar contra la función comunicativa del lenguaje, algo que se emparentaba con su propio proyecto de escritura, que apunta menos a comunicar que a trasmitir, o como él mismo me diría tiempo después: escribir para no decir. Ahí está el punto. Escribir para no ser político, no decir ni sí o no. Escribir para no ser aforístico, escribir para no darle ningún signo de sentido a la cosa.

Lo cierto es que a los quince minutos el motivo de mi visita había quedado completamente en el olvido y yo me había convertido en espectador de lujo de esa performance que Libertella y Strafacce montaban cada tarde y cada noche cuando se encontraban en el Varela. Con un deleite casi infantil, retorcían el lenguaje hasta hacerlo decir basta, respondían a un calambur con otro, la observación ingeniosa de uno disparaba la réplica brillante del otro y, como sucede con las mejores duplas, se daban pie y se turnaban para el remate.  Pedían “Pepes Biancos” y “tés chinos”, hablaban de ajedrez y de mujeres con Javier, el mozo, que les pasaba informes confidenciales sobre usos y costumbres de clientas y advenedizas del bar. Cuando llegó el dueño de la pollería que linda con el bar la conversación viró a la timba y el diálogo desembocó en una intervención genial que pintaba a Héctor de cuerpo entero. La charla sobre juegos de azar trajo a colación la novela  El jugador de Dostoievski, de la cual Strafacce rescató una escena en la que el narrador lleva a una abuelita lisiada a la ruleta y mientras arrastra con parsimonia la silla de ruedas comprende que ya se ha convertido en un jugador. “Sí –repuso Héctor– pero si esa escena la hubiese escrito yo, el tipo habría volteado a la vieja para echar a correr la bola sobre la rueda de la silla”.

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En los últimos años se había recluido para emprender una tarea tan titánica como microscópica: la reescritura de todos sus libros. En el afán de lograr la tan ansiada naturalidad de lo muy trabajado, Destilaba 900 páginas a 160, trabajaba evaporando y condensando y su pequeño departamento de la calle Malabia se había convertido en el laboratorio donde Héctor buscaba incesante la piedra filosofal de su propia palabra: la que lograra que cada una de sus líneas contuviera, sustraída, a toda su obra. El procedimiento no obstante, no era algo nuevo para él, que escribía desde los once años y tal vez reescribía desde antes.

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El resultado obtenido era una decena de libros inéditos que se acumulaban sin que las editoriales, expertas en esgrimir una variopinta gama de excusas, se decidieran a publicarlos. Por aquellos días yo había empezado a publicar algunas colaboraciones periodísticas y Ricardo Strafacce, siempre atento al estado de ánimo y de salud de su amigo, me sugirió hacerle una entrevista para ofrecerla a un suplemento cultural, pero por aquellas miserias de los medios era preciso algún hecho destacable que justificara el reportaje a los ojos de los editores, de todos los cuales el más idóneo era la publicación de alguno de sus libros. O sea, la buena idea de hacerle una entrevista a Héctor para levantarle el ánimo por el hecho de que sus libros se demoraban en ser publicados no podía hacerse hasta tanto… no se publicara alguno de sus libros.

A veces las coincidencias son crueles. A mediados de setiembre del 2006 Strafacce me llamó y me contó que habían internado a Héctor en el Instituto Lanari y tras unos estudios le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Apenas unos días más tarde la editorial Beatriz Viterbo tendría listos los ejemplares de Diario de la rabia, el primero de aquellos inéditos que veía la luz. Como por ese entonces yo tenía auto, me ofrecí a pasar por la imprenta para retirar unos libros y hacerle una visita a Héctor con algo mucho más significativo que las consabidas flores que los amigos y parientes suelen obsequiar a sus enfermos. Aún hoy recuerdo que se trataba de un 21 de septiembre porque ese día el clima se presentaba inusualmente “primaveral”: en la tarde diáfana y soleada me subí al auto y me encaminé hacia la imprenta, que estaba en la calle Viel y fue imposible no pensar en ese otro gran Héctor y su Hospital Británico. Aunque tenía la dirección, me costó dar con la imprenta: esperaba encontrarme con un imponente edificio y en su lugar apenas había una cortina metálica sobre un portón con una pequeña puerta, de esas que obligan a agacharse para poder franquearlas. Golpeé la chapa hasta que un hombre abrió la puertita. Era un obrero tipógrafo, uno de aquellos que tantas veces Héctor había evocado en sus libros, tal vez para compensar el trabajo extra al que los obligaba con los dibujos y diagramas que solía incluir en sus textos y que junto a la puntillosa composición que hacía de sus originales, me hacen pensar en él mismo como en un escritor-tipógrafo, tan interesado en la escritura como en el “armado” de cada uno de sus libros. Le expuse los motivos de mi visita a aquel hombre, que me hizo entrar y se retiró un momento, dejando ver un largo pasillo donde se almacenaban los enormes pliegos de papel y las vastas columnas de nuevas ediciones que parecían soportar el peso de toda la casa como si se tratara de una nueva biblioteca de Alejandría en escala. A su regreso, el tipógrafo traía entre manos un paquete de papel madera que procedió a entregarme. Encorvado, superé la puerta metálica y ahí mismo, en esa calle Viel, sin poder resistir la tentación, abrí el paquete, extraje un ejemplar, lo desplegué, leí la primera frase y quedé inmediatamente deslumbrado: La vida es el desierto. Tienes en la mano una semilla de amapola y ésta ya se sabe un puñado de hojas marchitas. Jamás habrá flor.  Así comenzaba Diario de la rabia, una reescritura del relato “Nínive”, originalmente incluido en el libro Cavernicolas. Aunque en este caso la nueva versión no había sido iniciativa de Héctor. Sucede que una editorial londinense tenía la intención de publicar el relato original pero los traductores se habían “vuelto locos” con los numerosos juegos de palabras y la prosa cortada, afásica, que destilaba el personaje y que disparaba al vacío las esquirlas de sentido que atesora toda palabra. Lo amplié un poquitín para que se pudiera traducir. Aunque ya me hinchaba las pelotas. Era muy difícil, muy lleno de formulismos y lingüísticas. Y dije no, lo vamos a hacer más sencillo, contaba Héctor. No obstante, al dar por concluido el trabajo se enteró que Jeremy Munday, uno de esos traductores, había logrado la hazaña Es que ni siquiera la traducción más difícil es complicada, sólo hay que meterse adentro. Finalmente Héctor decidió publicar en castellano aquella versión “fácil” escrita para otra lengua, después de todo, ¿no decía ya Proust que los libros que amamos parecen escritos en una lengua extranjera? De Caballito me dirigí al “Varela”, donde me encontré con Ricardo y partimos juntos hacia el sanatorio.

En la puerta del Lanari nos encontramos con César Aira  y así, casi en manifestación, abordamos el ascensor. La habitación de Héctor se encontraba en el segundo piso, al fondo de un largo pasillo. Cuando Héctor nos vio entrar se mostró sorprendido y contento, pero sus primeras palabras no fueron muy alentadoras “Bueno, muchachos, me parece que esta es la despedida”. Sin embargo no se encontraba apesadumbrado, todo lo contrario, hacía gala de un gran sentido del humor y se lo veía tan ingenioso y deslumbrante en su conversación como siempre. Libertella aceptaba la muerte sin dramatismos, como ese destino final en el que nos embarcamos desde la más tierna infancia, tal como escribió en su “paseo”: la cuna es algo con forma de galeón antiguo, y está navegando hacia el cementerio. Su presencia de ánimo permitía parafrasear a Platón y decir que la literatura también es una preparación para la muerte. Estaba delgado y le habían conectado una sonda para extraerle líquido de los pulmones, como si en sus últimos días se dejara destilar hacia la perenne “no condensación de la literatura”. Esa sonda y el frasco que alimentaba motivaron otra de sus intervenciones magistrales e inolvidables. En un momento de nuestra visita irrumpió el médico de guardia en su recorrido de rutina. Chequeó los signos vitales de Héctor y, con ese tono paternalista de obstinado optimismo que caracteriza al gremio, felicitó al paciente porque “apenas había llenado un frasco”, en obvia referencia al depósito de la sonda. Al retirarse, todos saludamos al médico pero a su turno Héctor lo despidió con un: “chau doctor, hasta el próximo frasquito”.

Cuando tuvo su flamante libro en las manos, Héctor se detuvo en la ilustración de tapa y comentó risueño: “Che, pero este soy yo”. En efecto, la imagen de Daniel García, que intentaba reproducir el improbable rostro de un asirio, se le parecía bastante, especialmente por la barba y esos ojos grandes, pura pupila, que miran el mundo con el asombro de la primera vez. La tarde continuó sin mayores sobresaltos; Héctor charlaba animadamente y alternaba sus chistes y chanzas entre Aira (a quien justamente estaba dedicado el libro que acababa de salir) y Strafacce, al que, en un aparte y con el arrobamiento infantil de quien comete una travesura, le pidió un cigarrillo que ocultó en su libreta de enrolamiento y que prometió no fumar, tan sólo atesorarlo como quien guarda un amuleto o un salvoconducto. De hecho la promesa fue cumplida y eso le trajo un problema cuando sus hijos le pidieron el documento para un trámite y Héctor los tuvo de un lado al otro fingiendo haber olvidado donde había puesto la libreta para que no le descubrieran el ardid. Aunque también podría haber prescindido del papel y haber armado el cigarro con las páginas de la libreta, para que su identidad se hiciera humo y él se leyera en las provisorias figuras que dibujan las volutas, después de todo así sucede cuando se trata de escribir “sobre uno”: el personaje se tiene que hacer de ficción para que yo meta alguna verdad.

“Mis personajes de ficción favoritos son aquellos que despliegan toda su vida como la crónica de un instante”, escribió Héctor en su autobiografía. Aquellas horas tuvieron ese carácter y transcurrieron con la levedad y la premura de un sueño, hasta que llegó el momento de irnos, pero antes Ricardo le recordó a su amigo aquel viejo proyecto de la entrevista, y Héctor aceptó con gusto: “venite el sábado después del mediodía –me recomendó– que esto queda vacío y podemos charlar tranquilos”. Y así fue. El sábado después de almorzar me aparecí en el Lanari con mi bolso, mi grabador, mi cuaderno de notas y todos mis libros de Libertella. El sanatorio, en efecto, estaba desierto, totalmente ajeno a ese trajín de pacientes, médicos, enfermeras y parientes que reina en la semana; ahora en cambio se imponía un silencio que aturdía, sólo interrumpido cada tanto por algún paciente que llamaba a la enfermera. Cuando entré a la habitación, Héctor dormía. Estaba acurrucado en la cama y fue imposible no evocar al homúnculo del Paseo Internacional, aquel que era padre, abuelo, hijo y nieto a la vez: El comienzo del Paseo Internacional es una frase que le saqué a Aureolus Theophrastus, que es Paracelso. Pero la receta no es esa, ¿Cómo 35 años? Era mucho menos tiempo, 35 días. ¿Pero queda linda, no? Todo lo que dice Paracelso es lindo. Dice cosas preciosas. Esperma viri es precioso.  No quise despertarlo y me quedé en silencio a su lado, estaba muy delgado, creo que llevaba más de 10 días sin comer, y la cánula seguía ahí, conectada a los pulmones y haciendo su trabajo de alambique, como si en sus últimos días Héctor se reencontrara con los motivos de su obra y se redujera, él mismo, a ese puro resto inextinguible del texto: la esencia de su literatura. Tal vez por eso, después, al desgrabar la entrevista, no me sorprendió encontrar muchas de sus frases calcadas de los libros de él que yo había leído, otras de los libros que leería más adelante y otras más de los libros que todavía no escribió, la literatura, después de todo, también puede ser el eco de un sonido que todavía no se produjo.

Cuando Héctor despertó no se sorprendió al verme ahí sentado, como si ese único interlocutor, al que yo encarnaba provisoriamente, y para quien escribía todos sus libros, hubiese estado al lado suyo toda la vida. No hizo falta recordarle el motivo de mi visita, tan solo esperar unos minutos a que se disipara la somnolencia para dar por iniciada la charla, cuyos fragmentos más significativos he incluido a lo largo de este artículo (cabe aclarar, dadas las circunstancias, que a despecho del agotamiento físico, Héctor hacía gala de una extrema lucidez). Qué decir de esa entrevista más que, durante el lapso de una hora la literatura le torció el brazo a la muerte y no hubo cama ni suero ni cánula ni enfermeras ni pasillos con olor a desinfectante ni sabanas blancas; tan sólo un gran escritor frente a su obra, un gran escritor que dio por terminada aquella entrevista con una frase que resuena con los ecos de un legado: ­Digamos que lo que tengo es satisfacción. Porque creo que el sistema está: cada librito tiene sus cosas, cada uno sugiere algo, cada uno es distinto al otro. Ese es el objetivo. ¿Por qué? ¿Para qué todo esto?, lo desconozco. Las cosas se dieron así: la literatura es lo que cayó en mis manos.

Unos días después, Héctor Libertella abandonó el sanatorio para descansar en su casa, junto a sus libros, su vieja máquina de escribir y sus seres queridos. Estoy seguro que Sir John Gielgud lo recibió con una sonrisa y dos copas de chablis helado en las manos.

«Crónica del instante» puede leerse completo con un click acá. El efecto Libertella fue compilado por Marcelo Damiani y publicado por Beatriz Viterbo.

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De «El efecto fantasma» por Sergio Núñez

El eco de un sonido que todavía no se produjo”. Esta frase de Héctor Libertella (Bahía Blanca, 1945 – Buenos Aires, 2006) sobre la literatura tal vez sirva para pensar su obra en ese sentido. Autor de una veintena de libros a lo largo de cuatro décadas, su trayectoria parece haber recorrido el camino inverso al de muchos escritores: de la temprana consagración a los 23 años con el premio Paidós por El paseo de los hiperbóreos a la cátedra microscópica que llevó adelante en su mesa preferida en el bar Varela Varelita –en la que ejercitaba aquello de que allí donde hay un interlocutor se constituye un mercado–, Libertella practicó el arte de la reescritura para evaporar sus textos y su presencia hasta convertirlos en fantasmas “siempre un poco ilegibles entre las líneas del mercado”.

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Siempre resultó difícil (si no vano) preguntarse qué anima la escritura de Libertella: ¿imaginación crítica o ficción teórica? Laura Estrin aporta una pista al asociar ese programa de escritura con aquella sentencia perversa que a principios de los 70 enunciara la revista Literal (de la que Libertella fue parte y luego compiló y antologó): “El juego donde el texto teórico podrá ser portador de la ficción, y la reflexión teórica tejerá la trama del poema”. Como explica Damián Tabarovsky, esta “metodología Libertella” implica una tensión entre ensayo y ficción en la que el relato está “siempre amenazado por el doble vínculo, por el pasaje de un polo a otro, por la tensión entre vanguardia y memoria”. En ese mismo sentido apunta Martín Kohan cuando señala que “Libertella es, inseparablemente, un teórico y un escritor, y como escritor hace eso que como crítico dice”. De este modo, un texto de “ficción” como Diario de la rabia puede ser su mayor reflexión teórica sobre la crítica en tanto “arte de inventar ruinas” y un libro “crítico” como La librería argentina, un acabado relato construido sobre el corpus de las letras nacionales que deja, como resto, el esqueleto siempre inacabado de un nuevo canon.

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Ricardo Strafacce, compañero en las tardes del Varela Varelita, evoca la alquimia semántica del autor que convirtió el pedido de un whisky importado en un “José Bianco”. En ese mismo bar, tan pintoresco como ajeno a las inflexiones literarias, un cuadro con su foto lo recuerda y refuerza aquella similitud que él mismo se encargó de señalar: “Como el alcohólico que sólo toma por tomar o el jugador que juega por jugar sin buscar ganancias, tal vez el escritor sólo escribe por escribir”.

 

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